Esta es la señal que alguien muy querido espera. En el día y a la hora
indicada que hace tiempo programó. Solo me queda agradecer el compartir
y seguir brindando mi amor sin condiciones. ¡Todo es perfecto!
Fue
entonces, en ese amanecer, cuando me despojé del chal que me cubría y al que me
agarraba con fuerza, como si fuese un talismán que me librara de la derrota en
la batalla, y empecé a sacar un hilo de él que até con cariño al árbol que había
ante mí. Era un árbol grande, robusto, de tronco grueso y ramas fuertes. Sus
hojas eran de diversas tonalidades, al menos así las veía en aquel momento en
que el día comenzaba a despuntar y los rayos de sol daban nueva vida a todo.
Estaba lleno de flores y frutos diversos que jamás había visto. Llevaba tanto
tiempo sin nada que llevarme a la boca que alargué mi mano y cogí uno, el más
cercano. Tenía un color verde y rosado al mismo tiempo. Di las gracias por
semejante presente y lo mordí con delicadeza. En todo mi cuerpo sentí y saboreé
aquel manjar agridulce que me llenó al momento de fuerza, de vida, de calma.
Abracé su cálido tronco y luego me senté en la tierra con mi espalda pegada a
él y disfruté de su hermosura, de su belleza. Olía su aroma, escuchaba en el
silencio su voz y en esos momentos dejé de sentirme sola.
No
sé cuánto tiempo permanecí junto a este árbol al que cariñosamente le llamé
Corazón, porque había devuelto al mío el latir acompasado. Pudo ser un día o
una semana, el tiempo había dejado de existir para mí. Empecé a recordar los
momentos que más se habían incrustado en mi alma desde que era una niña, los
buenos y aquellos en los que había traspasado el límite del dolor. Con mis
manos empecé a escarbar un hoyo en la tierra y lloré con desconsuelo, con rabia
y con alegría. Y lloré lluvia y escarcha
y lloré mares y ríos hasta caer rendida, exhausta y coloqué la tierra en su
lugar. Y allí soñé la Vida. Cuando desperté, solo tuve que abrir mis manos para
coger el nuevo fruto que el árbol me ofrecía. Sentí su energía en cada bocado, saboreé
su color y su textura. Le habían brotado nuevas ramas, nuevas flores y nuevos
frutos dándole aún mayor belleza. Me acerqué, le hablé de nuevo despidiéndome
de él con las palabras que brotaban desde mi interior, sabiendo que siempre
estaría en mí como yo ya estaba en él, besé su rugoso tronco con gratitud y
empecé a andar, ahora sí, con tranquilidad, sabiendo que lo peor ya había
pasado.
En
aquella noche oscura, algo cambió dentro de mí. Dejó de importarme si el día
era gris lleno de nubarrones o era soleado, si el viento azotaba mi cuerpo o
solo lo acariciaba. Me daba cuenta de que todo era un instante y luego pasaba.
Aquél laberinto tampoco sería eterno. El chal cada vez era más pequeño. Su
hilo, casi transparente, iba marcando el camino para no pasar de nuevo por el
mismo lugar dando vueltas sin sentido. Caminé y caminé disfrutando cada paso y
sentí como el lugar me hablaba mostrándome el camino de regreso. Vi lo que
nunca había visto, escuché lo que nuca había escuchado y me sentí una con el
lugar. Solo quedaba un pequeño trozo de
hilo en mis manos cuando una suave y fina lluvia comenzó a caer y sentí como limpiaba
mi alma. Tras las nubes blancas como la nieve se dejó ver un claro cielo azul infinito
y los rayos de sol se mezclaron con las gotas de lluvia y las lágrimas que rodaban
por mis mejillas formando un hermoso arco iris, esa era la entrada-salida. Me di la vuelta con calma y
vi como el hilo se disolvía sin dejar rastro, ya no lo necesitaba. Había vuelto
a ser yo y llegaba de nuevo a Casa. Una rosa se desprendió de su tallo y la
cogí al vuelo. Agradecí el presente con una sonrisa. El laberinto era yo y yo era el laberinto. Todo
quedaba atrás y todo estaba ante mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario